Nosotros estamos tan
acostumbrados a viajar, al cuero o tabla de los asientos de autobús, de las
camionetas y camiones. No sé por qué
extraño tanto el sonido del motor, el frío del cristal en que a veces recuesto
mi cabeza para dormir, las tortuosas carreteras que tanto me son familiares, el
calor sofocante de las tardes y cuando regreso a casa por la noche.
Siempre
son las mismas personas en la camioneta, pero nadie se habla, o al menos,
quienes no se conocen; los mismos rostros, los mismos mendigos que suben a pedir
dinero (y siempre con la misma prédica), los mismos vendedores, ofreciendo la
cura para las mil y una enfermedades.
En
la carretera es donde todo sucede: comes, bebes, ríes y lloras. No
dejas de ver a aquella persona de adelante o atrás, y ruegas para que se siente
contigo por un momento, aunque no intercambien ningún gesto o palabra.
Lo
mejor es ir por nuevos rumbos, pues es cuando más atención prestas al paisaje,
montañas, interminables arboledas y extensas llanuras secas. Todo en una sinfonía de colores que se
asoman, solo con ver hacia afuera.
Ni
olvidar el desayuno en la terminal, respirando aquel humo infecto que expelen
los buses, eso lo hace único. Puede que
tengas la fortuna de encontrarte con un conocido, intercambiar palabras y
compartir.
Realmente,
no sé qué es lo que extraño, la música, la gente, la carretera, el humo, las
apretaderas o las competencias entre buses que me dejan con el corazón en la
garganta. Tal vez sea una mezcla de todo. Y mientras lo defino, extiendo el brazo y hago señas para parar a la siguiente camioneta.
Aunque a veces no es el lugar más cómodo para viajar, utilizar una camioneta para explorar el mundo, hace emocionante cada aventura. |
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